Distance (Hirokazu Koreeda, 2001)



Del reciente cine japonés, Hirokazu Koreeda es una de las más agradables sorpresas llegadas a Occidente. Su breve filmografía (cinco películas a día de hoy) suponen en su conjunto una de las miradas cinematográficas más serenas y valiosas en torno al tema de la pérdida. Las películas de Koreeda, cuyo estilo y métodos de trabajo permanecen muy cercanos al género documental en el que se formó, son películas que plantean interrogantes más que respuestas, que se construyen sobre el acercamiento cálido y respetuoso con aquellos que han sufrido la catástrofe de la pérdida.

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Distance toma como punto de partida un hecho ficticio como es un envenenamiento masivo de agua perpetrado por miembros de una secta, pero que recuerda inevitablemente a un suceso real como fue el atentado con gas sarín que se produjo en el metro de Tokio en 1995. Entonces Japón se vio obligada a formularse la incómoda pregunta de “¿cómo pudo sucedernos esto a nosotros?”. Sin embargo, al contrario de lo que suele suceder en estos casos, los protagonistas aquí no son ni las víctimas ni los verdugos, sino los familiares de estos últimos que tienen que sobrevivir con un enorme peso a sus espaldas para el resto de sus vidas. El tercer aniversario del atentado reúne a cuatro de ellos en un bosque lejano al que han acudido para honrar a sus familiares. A lo largo de la jornada, algunos sucesos inesperados pondrán de relieve ese vínculo casi invisible pero devastadoramente íntimo que los une.

Rodada con un estilo naturalista extremo, con largos planos secuencia y sin iluminación artificial, el film alterna el estilo nervioso de la cámara al hombro – en la mayor parte de su duración- con secuencias de ritmo radicalmente más pausado en las que el plano fijo y las lentas panorámicas nos llevan a los días previos al atentado. Esta crudeza visual hace lógica la ausencia de música en Distance, no es necesaria. El tratamiento “hiperrealista” del sonido logra que oigamos el silencio, un silencio siempre repleto de ruidos.

El recuerdo es una obsesión para todos, está presente en los flashbacks o en el fuera de campo: fragmentado, desde múltiples puntos de vista, en una atmósfera irreal que nos hace dudar si es recordado o sólo soñado. Koreeda es un maestro en el uso dramático del plano general, en el que se condensan todos los principios de su cine. En ellos explota el espacio que envuelve a los protagonistas, desolado y bellísimo al mismo tiempo. Asombrosamente, la distancia de la cámara no se traduce en frialdad sino en una serenidad apabullante en la que las palabras adquieren la significación especial de quien conoce el dolor que cuesta pronunciar cada una de ellas.

Pese a este rigor formal que podría ahuyentar a muchos espectadores de las salas, Distance trata de mantener una trama sólida en la que la información se dosifica cuidadosamente e incluso se apuesta por las sorpresas de última hora. En este sentido, puede que el guión no sea el más logrado de este cineasta, y desde luego no podemos decir que alcance el equilibrio de Nadie Sabe (2004), posiblemente su obra más completa hasta la fecha (y al parecer la predilecta del mismo Hirokazu Koreeda). Con ella, la trágica historia de una madre ausente, se completa la exploración precisa que este cineasta lleva a cabo de los síntomas de una sociedad enferma, y de la distancia que separa a los individuos que se enfrentan a ellos.

Daniel García



El hombre del cráneo rasurado (André Delvaux, 1965)



Alejado del triunfal ambiente que rodeaba a los directores de la Nouvelle Vague a comienzos de los sesenta, André Delvaux debutó en el largometraje con El hombre del cráneo rasurado, modesta pero profunda visión de los problemas de un tímido y solitario hombre de ciudad. Su escasa producción cinematográfica (9 películas sin contar sus numerosos trabajos y documentales para la televisión) ha ido adquiriendo un creciente interés, sobre todo después de su reciente muerte y sus posteriores homenajes, incluso sirve hoy día a docentes universitarios de ejemplo para diseccionar problemas vitales del hombre. La película, coetánea al auge del existencialismo francés de la segunda mitad de siglo, muestra a un reputado profesor de escuela desbordado por una obsesión, en este caso la enigmática belleza de una de sus alumnas, e incapaz de disociar su angustia mental de su cotidianeidad.

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La película no deja de ser un ejercicio ensayístico, una exposición de planteamientos psicológicos con abundantes diálogos (es preciso recordar que Delvaux, además de cineasta, fue profesor de lengua y literatura), aunque sin perder una interesante y estudiada fuerza visual. Si Buñuel, reincidente a la hora de reflejar la fascinación por la belleza de una mujer, optaba por la sugestión de la mirada, por situar al espectador como un impertinente curioso que no puede dejar de observar, Delvaux prefiere un discurso articulado por las impresiones del protagonista, las extensas conversaciones trascendentes y los afligidos monólogos interiores. En resumen, elige el poder del texto por encima de la imagen. Desde el arranque, donde una extraña peluquera asocia su perfecto cráneo rasurado a mentes brillantes e iluminadas, empieza a crear una trama que plantea difíciles dudas filosóficas: además de la evidente angustia vital del protagonista, errante al abandonar la escuela, presenta (y desarrolla) la eterna equiparación cuerpo-alma, ampliamente tratada en volúmenes de la historia de la filosofía, quedando plasmada en una esmerada autopsia que desuela sin remisión al profesor.

A pesar de centrarnos en el desarrollo dialogado de las secuencias, no se puede obviar una pericia técnica encomiable, teniendo en cuenta que Delvaux tuvo el cine, en sus inicios en la dirección, como segundo oficio, como arma ensayística. Sirva como ejemplo el veloz travelling por las calles de la ciudad, que ejerce de bisagra entre las dos partes de la película: el final de las clases en la escuela y el posterior viaje sin retorno que emprende hacia la locura. El epílogo de la película termina dando un carácter enigmático y onírico a lo que hemos visto (y escuchado), confundiéndonos y, de este modo, situándonos al mismo nivel que Govert, el alicaído profesor: no sabemos si lo que hemos visto es realidad o ficción, si hemos contemplado desde el exterior a un hombre con problemas mentales o, quizás, nos hemos sumergido entre esas obsesiones; dejando al espectador que reflexione sobre lo que ha ocurrido. Justo lo que André Delvaux pretendía al utilizar el cine como medio de expresión.

Aurelio Medina

CRÓNICAS DE LA ESPAÑA NEGRA



EL ASESINO DE PEDRALBES (G. Herralde, 1978)
CADA VER ES (A. García del Val, 1981)


Prisión de la Modelo, Barcelona, 1978. Gonzalo Herralde y su equipo se internan entre las celdas hasta llegar a José Luis Cerveto, condenado a cadena perpetua por un brutal doble asesinato.
Facultad de Medicina, Valencia, 1981. Un grupo de jóvenes encabezados por Ángel García del Val visita los sótanos de la facultad para entrevistar y filmar a Juan Espada del Coso, la persona encargada de la conservación de los cadáveres con los que los estudiantes pueden realizar sus prácticas.

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De ambos encuentros, unidos, a priori, únicamente por la cercanía espacio temporal, nacerán dos de las películas más singulares y arriesgadas del cine español. Hablamos de El asesino de Pedralbes y de Cada ver es.

El dictador ya no está en el mundo de los vivos y en esta nueva España comienzan a aparecer los cadáveres de debajo de las alfombras: sexo y muerte inundan la pantalla. En la primera de las dos, el asesino toma la palabra para analizar su vida y buscar en ella las causas de su caída en desgracia. En la segunda, el conservador de los cadáveres repasa su vida pero, sobre todo, su trabajo y su relación con los muertos. Estamos ante un descenso a los infiernos a tumba abierta. Sus protagonistas, desde la penumbra de la celda y de la morgue, desnudan ante la cámara recuerdos, confesiones y sueños. Sólo a través de barrotes intuyen el mundo exterior: el asesino pederasta mira melancólico a los niños que juegan en el exterior, mientras que el conservador de cuerpos sólo alcanza a ver las piernas de esos alumnos que le temen y se burlan de él a sus espaldas.

Sin embargo, la mirada separa por completo estas dos propuestas. El punto de vista desde el que se aborda al Otro es determinante en el triángulo de miradas que se establece entre el realizador, el protagonista y finalmente, nosotros, los espectadores a los cuales estos “olvidados” nos devuelven la mirada para cuestionarnos toda clase de preguntas incómodas (escenificada en sendos planos sobrecogedores con los que finalizan ambas cintas).

Cada ver es se aparta radicalmente del documental y lo hace conscientemente. En todo momento, la narrativa está rota y Juan Espada y sus cadáveres están subordinados a apoyar una gran fábula de horror y absurdo, un ejercicio inclasificable con elementos del cine de terror, el psicoanálisis, el surrealismo y el humor más castizo. El dispositivo fílmico – micros, magnetófono, miembros del equipo- está presente desde casi el principio, pero al mismo tiempo García del Val apuesta por puestas en escena en las que su protagonista parece dispuesto a todo, incluso a hacer tristemente el ridículo. Uno pasa de la estupefacción a la risa, y de la carcajada inmediatamente a la náusea.

Es absolutamente imposible eliminar de nuestra memoria la imagen del pozo donde los cuerpos permanecen hundidos con una soga al cuello. Tras el montaje caótico y los encuadres expresionistas en los que se acumulan vísceras y miembros en descomposición – todo ello enfatizado con música aún más inquietante- por momentos el tiempo se detiene y gotea insoportablemente mientras Juan Espada saca con enorme esfuerzo un cadáver gris del pozo. Es sólo un paréntesis. El efectismo tiene también sus frutos, consiguiendo clavar en nuestras retinas otras secuencias como la del bebé congelado, acompañada por el tema de amor que Bernard Herrman compuso para Vertigo. Sin embargo, resulta descorazonador que la asimilación de la muerte contra el tabú social que persigue García del Val no llegue a través de su inolvidable protagonista sino por la simple acumulación de cadáveres.

Cada ver es podía haber sido muchas otras cosas, pero para mejor o peor, es irrepetible por lo que es.

Frente al radicalismo formal de García del Val, Gonzalo Herralde propone una mirada radical por su valentía y humanidad. El asesino de Pedralbes no trata el drama de un asesinato sino el drama que vive el asesino en su insoportable necesidad por comprender su violencia extrema y su amor por los niños, y al mismo tiempo, por ser comprendido. El intento que se traza a lo largo de la película por comprender, que no por perdonar o justificar, dignifican a su protagonista, José Luis Cerveto, hasta lograr salvarlo de la categoría de monstruo a la que está condenado.

El documental se apoya en la reconstrucción de algunos sucesos de la vida de Cerveto en los lugares donde ocurrieron, a veces con algunos de sus protagonistas y otros con la propia voz over de Cerveto sobre los escenarios vacíos. Junto a ello se añaden entrevistas con su abogado y otras personas relacionadas con el caso que unen sus voces al grito del protagonista para remover los cimientos sobre los que se asientan nuestra sociedad y algunas de sus instituciones. El ritmo con el que se suceden es frenético, y quizá esto se le pueda achacar por exceso, aunque por otro lado la película no hubiera sido entonces tan breve (84 minutos) e intensa como es.

La cercanía y el nivel de intimidad logrados en los encuentros con Cerveto son las claves en todo momento. Aunque no sea constante, filmar el cuerpo y la palabra del asesino y mostrar su relato sin interrupciones constituyen una decisión esencial para la percepción que tenemos de la película. Pocos crímenes han sido narrados con tanta crudeza.

Espada y Cerveto quedarán para siempre, gracias a estas dos películas, unidos a la esencia de eso que se ha llamado la España negra, y que no es más que una muestra más de los impulsos extremos que nos mueven a todos.

Daniel García

DOS MUJERES BAJO DISTINTAS INFLUENCIAS


WANDA (Bárbara Loden, 1971)
UNA MUJER BAJO LA INFLUENCIA (John Cassavetes, 1974)


Presentamos en este texto una comparativa entre dos películas afines, coetáneas, de planteamiento y desarrollo paralelo, aunque de dispar ejecución. Por un lado, Wanda, de 1971, primera y única película de Barbara Loden, esposa de Elia Kazan. Por otro, Una mujer bajo la influencia, de John Cassavetes, tres años posterior. Ambas películas coinciden en un espacio (los arrabales periféricos de una América alejada del sueño americano) una misma premisa narrativa (el curso a la deriva de una mujer abocada al fracaso) e incluso en un estilo definido, austero, ausente de artificiosidad. Pero, una vez empezamos a desojar las capas de cada propuesta, encontramos matices que acaban ofreciendo resultados distintos.


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Wanda (interpretada por la propia directora) encuentra a su pareja, un ladrón de poca monta y sin escrúpulos, tras abandonar su entorno y vagar sin rumbo por la ciudad. Mabel, la frágil mujer con problemas mentales que encarna Gena Rowlands en la película de Cassavetes, vive con su marido y sus hijos, en un decorado de falsa felicidad. Desde un estilo directo, sin mayor artificio que la mirada de la cámara, ambas propuestas quieren presentar al personaje desnudo, sin ataduras. Aún así, Wanda es la inanidad: inexpresiva, fría, un juguete roto en manos de los que se la encuentran. Y en esta vacía expresión del alma redunda constantemente la directora: Wanda no responde preguntas, no se expresa en ningún momento, esboza esporádicamente algún llanto ante los golpes de su pareja… además, la película se recrea en tiempos muertos que, lejos de vaciar al personaje para mostrárnoslo, parece más un simple relleno narrativo. Wanda resulta atractiva en sus inicios, cuando esa frialdad de su rostro intuye que, detrás de él, se encuentra un personaje con retorcidas aristas que desenmarañar. Pero todo esto se queda finalmente en eso, en un impasible rostro. La película, por tanto, peca precisamente de lo que transmite la actitud de su protagonista: frialdad.

Por otro lado, Mabel, la esposa de Harry (Peter Falk), busca incisivamente en su marido el apoyo que le falta a su fragilidad emocional, encontrando el efecto inverso, y quizás el mayor detonante de su posterior ingreso clínico. Cassavetes, acostumbrado a plantear sus rodajes con los mínimos recursos posibles, rodó gran parte del filme en su casa, lugar donde solía ensayar durante largas veladas con sus actores. En este caso, Una mujer… ofrece una palpable cercanía antropológica de los personajes (tanto del femenino como del masculino) partiendo de la naturalidad, y sin molestarles. Algo que no obtiene Wanda. La cámara de Cassavetes es un folio en blanco donde los personajes escriben sus miserias y desdichas, prescindiendo de todo barroquismo literario. Lo hacen desde la incomodidad que transmiten ambas cenas en torno a Mabel, y las continuas discusiones que tienen como único escenario el hogar, y que muestran no sólo la incapacidad de Mabel para llevar a buen puerto sus problemas, si no la de Harry, su marido, impotente en la ayuda.

La complicidad entre los actores y el director huelga decir que es notoria. Peter Falk y Gena Rowlands (imprescindibles para Cassavetes en muchos de sus títulos) son la base donde se asienta el perfecto desarrollo de la película. El punto de partida para que los tres, Falk, Rowlands y Cassavetes, moldeen la historia.

Wanda, en su intento de mostrar una nueva visión en el cine sobre el desencanto que sufren las personas desdichadas, se queda estancada en mitad del trayecto. Sus personajes se encogen, retraídos, ante el espectador. Acaba siendo eso mismo: un tímido esbozo de una carrera cinematográfica que en un futuro podría haber ofrecido obras brillantes, más maduras. Desgraciadamente, fue la única aportación de su directora, ya que posteriores problemas de financiación y una muerte prematura (nueve años después, en 1980), añadieron el cartel de obra póstuma a esta imperfecta ópera prima.

Aurelio Medina

La vida de bohemia (Aki Kaurismäki, 1992)


Entre los años que separan sus dos trilogías sobre Finlandia (la primera sobre el proletariado, la segunda reflejando a los huérfanos de su incipiente sociedad contemporánea) Aki Kaurismäki filmó sus dos únicas películas rodadas fuera de su país: Contraté a un asesino a sueldo, película inglesa de 1992, y posteriormente La vida de bohemia, de producción francesa. Este viaje a la “vieja Europa” reportó dos obras a las que es interesante hacer un acercamiento, teniendo en cuenta que el nombre de Kaurismaki siempre ha sido tomado como espejo de la Finlandia de los últimos veinte años. Sin dejar de ser películas coherentes con sus propios postulados cinematográficos, es decir, sin dejar de ser películas de Kaurismäki, encontramos matices que difieren del resto. Tomamos la vida de bohemia como ejemplo.


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A priori, que Kaurismaki filme una película de espíritu puramente francés (se basa en el texto clásico de Henri Murger Escenas de la vida bohemia, rueda en el bohemio Montmartre parisino…) podría acabar siendo una evocación, incluso una mimesis, del cine que tres décadas antes estaba rodando Robert Bresson en Francia. En estos tiempos de postmodernismo y de vociferadas referencias cinematográficas, las ínfulas y homenajes bressonianos en la filmografía de Kaurismäki son innegables. Y cierto es que rueda en un escrupuloso blanco y negro, y que dota a sus personajes de un inherente dramatismo, incluso el final pesimista y sin alardes nos evoca a tantas resoluciones frías que hemos visto en Bresson… es más, hace un explícito guiño a Pickpocket, rodando con extrema fidelidad de planos un robo de carteras en el metro. Aún así, Kaurismäki se desprende de la principal característica del cine que dogmatizó Bresson: evita a los personajes desdramatizados, carentes de teatralidad. Éstos son menos hieráticos y ascéticos (excepto los actores finlandeses, quizás los únicos que no pueden evitar serlo) que, citando otras películas suyas, la empleada de la fábrica de cerillas que actúa como una vengativa Mouchette bressoniana, o que los trabajadores que aparecen en las películas que conforman la mencionada trilogía de la clase obrera. Tampoco llegan a la frialdad expositiva de los que abordará en las posteriores Nubes pasajeras y El hombre sin pasado, películas donde los vasos comunicantes entre Kaurismäki y Bresson vuelven a retomarse con fuerza (añadiéndole las dosis de humor que le diferencian del realizador francés).

Además, el rol de los personajes cambia por completo. Nada que ver la humilde clase trabajadora finlandesa que conocíamos con estos tres señores que malviven: intelectuales, pretenciosos y pícaros, embriagados de la bohemia que aún intenta desprender la actual París, uniendo sus vidas por el azar y en muchos momentos por la conveniencia. Los tres, provenientes de nacionalidades diferentes, asumen su incipiente amistad como una unión para salir de los problemas que atraviesan cada uno. Una relación a tres bandas, multicultural y de conveniencia que no podemos evitar relacionar con la que nos mostró Jim Jarmusch en Down by law. Dos directores, Kaurismäki y Jarmusch, que beben hasta saciarse de referencias al cine que aman y que, curiosamente, ruedan citándose también el uno al otro e intercambiándose homenajes (un viejo y sabio Samuel Fuller aparece gustosamente en películas de ambos).

La vuelta a Finlandia nos volvió a traer al Kaurismäki más bressoniano, y aunque parezca una contradicción, al más genuino. Quizás porque la mirada sin compasión, sofisticada e intimista de Kaurismäki ha trascendido tanto hasta llegar a ser marca propia del finlandés, no sólo del maestro Bresson. O por la facilidad con la que salta del drama extremo a la comedia, con gran agilidad, sin vértigo ante el vacío. Algo que, aquí sí, le aleja tímidamente de Bresson.

No queremos empequeñecer estas propuestas más europeístas ante el resto de películas finlandesas, es más, con este texto se intenta dar mayor relevancia a ese aislado paréntesis que vivió rodando lejos de Finlandia. Aunque sí es cierto que el Kaurismäki que está en la mente de todos los espectadores (y quizás en la suya propia) es el que nos recrea la seca y fría Finlandia. Por mucho que sean pequeñas obras venidas de los fiordos y no estén auspiciadas por el suculento dinero francés.

Aurelio Medina