La muerte de un burócrata (T. Gutiérrez Alea, 1966)



Si nos atenemos a la trama, el hecho de una muerte, el entierro y el cobro de una pensión, puede parecernos básica a simple vista. Sin embargo, Gutiérrez Alea saca provecho de ello y en La muerte de un burócrata plasma una crítica sin concesiones contra la burocracia en mayúscula. Recursos le sobran y sabemos a quién se lo debe...
Si el cine cubano recuerda a Gutiérrez Alea, es porque existió Guillermo Cabrera Infante que con la luminosidad de su genio logró fundar la cinemateca cubana, forjar una crítica poco convencional ya por el año 1954 además de ser la figura central literaria de Cuba desde la aparición de su novela (ya clásico en los anales de la historia de la literatura, por cierto) Tres tristes tigres.

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Habiendo extraído de Un perro andaluz la realidad del sueño y desandando el camino que el mejor teatro del absurdo dejó, Gutiérrez Alea con recursos medidos y bien pensados construye el edificio desde el cual tirará sin discreción (¿podrá ser quizás a lo que es la Cuba socialista?) al aparato que opera a partir de restricciones, formularios, infinitas mesas de entrada, sellos, papeles, espacios, y una economía del tiempo que lejos de soliviantar el paso del tiempo lo expande como una sustancia inalterable.
Sólo resta entonces, invitar a ver esta película, aspirar lo kafkiano de la situación en que se encuentra inmerso el protagonista, reflexionar sobre el título y la figura que muere (encubriendo la muerte de un luchador “popular y trabajador” bajo el manto de un sencillo burócrata de cuello blanco) y la inversión que opera desde el comienzo de la misma.

Agustín Menéndez