Le Bled (Buildings in a field) - Jem Cohen & Luc Sante, 2009



“Has llegado a un país desconocido. Tienes algunas ideas sobre ese país. Ideas basadas en postales, algunas películas, descripciones en novelas… Así que en realidad, no sabes nada de ese país”. Asumiendo su rol de turistas accidentales, el cineasta Jem Cohen y el escritor Luc Sante merodean por Tánger para realizar la película que les ha sido encargada. Eligen quedarse en un suburbio cercano al aeropuerto. Le Bled parte de la extrañeza del visitante y de su capacidad para fantasear sobre el destino de los edificios y las personas que encuentra en su camino. Durante sus trece minutos eternos nos es posible sumergirnos en el estado mental de excitación del viajero: las confusas impresiones iniciales dan paso al contacto con algunos de sus habitantes, y comienzan a llegarnos ruidos, músicas y fragmentos de voces lejanas. Por encima de ellos, la voz interior de Sante continúa enumerando, imponiendo su ritmo narcótico a las imágenes. Niños, ovejas y luces de neón conviven en un lugar que desafía nuestra concepción clásica de ciudad. Tánger aparece aquí en un tiempo detenido, más fantasmal que nunca, como una nueva tierra de nadie en la filmografía de Cohen.


DG

El sur, el verano y la vida sublime

El verano andaluz queda muy lejano en la memoria de Cernuda cuando escribe Ocnos. Aún así debió pensar que merecía la pena intentar atraparlo en unas pocas líneas, atrapar ese “estar borracho de vida” que Víctor persigue durante su viaje al sur en La Vida Sublime (Daniel V. Villamediana, 2010) y que sólo puede alcanzar en un puñado de momentos fugaces.

Algunos días de fiesta religiosa, cuya celebración tenía resonancia particularmente local o familiar, fiestas que siempre caían durante el verano, salía el niño por la mañana, camino de la iglesia. Unas veces le llevaban a la catedral, otras más lejos, a algún barrio popular, nunca o raramente visitado, donde estaba la iglesia en cuestión, y en ocasiones hasta había que atravesar el río, cuya densa luminosidad verde parecía metal fundido entre las márgenes arcillosas.



Qué aire inusitado cobraba todo. Era primero lo de ir y volver en horas cuando ya comenzaba a apretar el calor, porque las salidas veraniegas acostumbradas se hacían al caer la tarde o la noche. Luego lo de ir por las calles matinales, entoldadas unas, otras descubiertas hacia el cielo radiante, cuyo igual no encontraría en parte alguna. Por último lo de mirar al paso y de cerca la actividad del barrio popular y del mercado.



Cuánta gracia tenían formas y colores en aquella atmósfera, que los esfumaba y suavizaba, quitándoles a unas dureza y a otros estridencia. Ya era el puesto de frutas (brevas, damascos, ciruelas), sobre las que imperaba la rotundidad verde oscuro de la sandía, abierta a veces mostrando adentro la frescura roja y blanca. O el puesto de cacharros de barro (búcaros, tallas, botellas), con tonos rosa o anaranjado en panzas y cuellos. O el de los dulces (dátiles, alfajores, yemas, turrones), que difundían un olor almendrado y meloso de relente oriental.



Pero siempre sobre todo aquello, color, movimiento, calor, luminosidad, flotaba un aire limpio y como no respirado por otros todavía, trayendo consigo también algo de aquella misma sensación de lo inusitado, de la sorpresa, que embargaba el alma del niño y despertaba en él un gozo callado, desinteresado y hondo. Un gozo que ni los de la inteligencia luego, ni siquiera los del sexo, pudieron igualar ni recordárselo.




Parecía como si sus sentidos, y a través de ellos su cuerpo, fueron instrumento tenso y propicio para que el mundo pulsara su melodía rara vez percibida. Pero al niño no se le antojaba extraño, aunque sí desusado, aquel don precioso de sentirse en acorde con la vida y que por eso mismo ésta le desbordara, transportándole y transmutándole. Estaba borracho de vida, y no lo sabía; estaba vivo como pocos, como sólo el poeta puede y sabe estarlo.

Mañanas de verano. Ocnos, Luis Cernuda (1963)



DG