El hombre del cráneo rasurado (André Delvaux, 1965)



Alejado del triunfal ambiente que rodeaba a los directores de la Nouvelle Vague a comienzos de los sesenta, André Delvaux debutó en el largometraje con El hombre del cráneo rasurado, modesta pero profunda visión de los problemas de un tímido y solitario hombre de ciudad. Su escasa producción cinematográfica (9 películas sin contar sus numerosos trabajos y documentales para la televisión) ha ido adquiriendo un creciente interés, sobre todo después de su reciente muerte y sus posteriores homenajes, incluso sirve hoy día a docentes universitarios de ejemplo para diseccionar problemas vitales del hombre. La película, coetánea al auge del existencialismo francés de la segunda mitad de siglo, muestra a un reputado profesor de escuela desbordado por una obsesión, en este caso la enigmática belleza de una de sus alumnas, e incapaz de disociar su angustia mental de su cotidianeidad.

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La película no deja de ser un ejercicio ensayístico, una exposición de planteamientos psicológicos con abundantes diálogos (es preciso recordar que Delvaux, además de cineasta, fue profesor de lengua y literatura), aunque sin perder una interesante y estudiada fuerza visual. Si Buñuel, reincidente a la hora de reflejar la fascinación por la belleza de una mujer, optaba por la sugestión de la mirada, por situar al espectador como un impertinente curioso que no puede dejar de observar, Delvaux prefiere un discurso articulado por las impresiones del protagonista, las extensas conversaciones trascendentes y los afligidos monólogos interiores. En resumen, elige el poder del texto por encima de la imagen. Desde el arranque, donde una extraña peluquera asocia su perfecto cráneo rasurado a mentes brillantes e iluminadas, empieza a crear una trama que plantea difíciles dudas filosóficas: además de la evidente angustia vital del protagonista, errante al abandonar la escuela, presenta (y desarrolla) la eterna equiparación cuerpo-alma, ampliamente tratada en volúmenes de la historia de la filosofía, quedando plasmada en una esmerada autopsia que desuela sin remisión al profesor.

A pesar de centrarnos en el desarrollo dialogado de las secuencias, no se puede obviar una pericia técnica encomiable, teniendo en cuenta que Delvaux tuvo el cine, en sus inicios en la dirección, como segundo oficio, como arma ensayística. Sirva como ejemplo el veloz travelling por las calles de la ciudad, que ejerce de bisagra entre las dos partes de la película: el final de las clases en la escuela y el posterior viaje sin retorno que emprende hacia la locura. El epílogo de la película termina dando un carácter enigmático y onírico a lo que hemos visto (y escuchado), confundiéndonos y, de este modo, situándonos al mismo nivel que Govert, el alicaído profesor: no sabemos si lo que hemos visto es realidad o ficción, si hemos contemplado desde el exterior a un hombre con problemas mentales o, quizás, nos hemos sumergido entre esas obsesiones; dejando al espectador que reflexione sobre lo que ha ocurrido. Justo lo que André Delvaux pretendía al utilizar el cine como medio de expresión.

Aurelio Medina

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