Berlin 10/90 (Robert Kramer, 1991)


Berlín, Octubre de 1990. Habitación de un hotel. Una bañera llena de agua, un televisor encendido en el suelo, una silla contra la pared. Entre las 15.15 y las 16.15 de esa tarde de otoño, casi un año después de la caída del muro, el realizador norteamericano Robert Kramer filmó el encargo que le hizo la cadena francesa Arte, que consistía en grabar un documento de una hora en plano secuencia. Saltando las trabas de esta imposición técnica, colocó un televisor en el suelo donde mostraba las cartas visuales que había grabado un año antes en Berlín, justo antes de la caída del muro. A partir de aquí, el espacio de este baño berlinés fue el foco central de su plano secuencia, vertiendo sus reflexiones sobre estas imágenes durante sesenta minutos además de fluctuar hacia otros temas. Lógicamente, el aspecto técnico del proyecto queda soterrado por la presencia (y ausencia) de Kramer: su afán por la filmación autobiográfica encuentra su razón de ser entre estos muros blancos.


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Kramer enfrenta dos espacios: la silla pegada a la pared, el lugar donde el director hace acto de presencia ante el espectador, y el televisor que emite las imágenes grabadas y desechadas para el proyecto. Y así es como encuentra en estos dos espacios una confrontación que va más allá de lo meramente espacial: sitúa a las imágenes, testimonio directo de lo que aconteció, frente a la memoria del cineasta, en el monólogo improvisado que el director reproduce en la silla, mirando al espectador, divagando sobre las imágenes y los sentimientos que le transmiten. El pasado se hace presente en la voz cavernosa de Kramer, rememorando a su familia en la Alemania nazi, la lucha contracorriente en los sesenta, la fugacidad del tiempo… mientras que son las imágenes, testimonio imperecedero, las que quedan solapadas por su recuerdo, ese territorio fronterizo que, como dijo Chris Marker, elimina las barreras entre reconstrucción ficcional y documental. Parece hacernos querer ver que realmente no necesitamos esas imágenes originales cuando estamos enfangados en esta zona fronteriza de Marker llamada memoria.

Kramer hace mención a sus compañeros, militantes, en un ejercicio de empatía que hicieron al citar todos algunos libros de cierta importancia para estos comunistas: Marx, Brecht, Marcuse, Schiller. Su discurso va demostrando cómo este ejercicio meramente artístico y que se encargó de filmar mostraba lo lejano que empezaba a encontrarse de ellos, aquellos a los que amaba, dice con cierto aire de nostalgia y desesperanza beat. Las cavilaciones de Kramer le llevan a invocar a esa mal llamada contracultura americana, refutar su sentido real y no olvidar la clara postura de rechazo ante la supuesta obligatoriedad de la objetividad, eterno caballo de batalla en su filmografía.

Ezra Pound y su poemario creado entre las paredes de su celda italiana también tienen cabida en su recorrido (peligrosa comparación) al igual que la pregunta sin respuesta que formula, directa hacia nosotros, de cómo las grabaciones podrían integrarse en su discurso. Unos minutos más tarde, vemos de pasada en el televisor (que nunca ha dejado de emitir) a estos amigos militantes con los libros en la mano; imágenes secundarias, que anteriormente ya han tomado significado sin haberlas visto, simplemente por la rememoración que ha hecho Kramer frente a nosotros. Sobrecogen los golpes espontáneos que da contra la pared a medida que sus disertaciones se hacen más agrias, al igual que su mirada impertérrita y profunda ante la cámara, inquiriéndonos, haciéndonos reflexionar con él.

Sentado en mi silla, frente a los largos silencios de Kramer, no puedo evitar estar enfrentándome a una postura ética ante el cine, a la potenciación de la autobiografía filmada. Y a un uso radical de las posibilidades que ofrece el lenguaje cinematográfico. Y así acabo reafirmándome, ante las divagaciones finales que hace Robert Kramer, cámara en mano, grabando contra la bañera del hotel, balbuceando algo ininteligible al principio, para luego repetir con más certeza: filmo para combatir, filmo para luchar.

Aurelio Medina

La question humaine (Nicolas Klotz, 2007)


“Vamos a hacer como si esto jamás ocurrió” decía la protagonista de la reciente 4 meses, 3 semanas, 2 días en el angustioso final del filme. Sin embargo, ella misma sabe que ya nada será igual después de asomarse al abismo, el tormento la acompañará para siempre. Los personajes de La question humaine sufren por lo que ellos mismos hicieron en el pasado, pero además a Simon, el protagonista, se le añade un sufrimiento adquirido por algo que otros hombres hicieron cuando él ni siquiera había nacido. He aquí el deslizamiento desde el individuo hacia la condición humana herida profundamente en los campos de concentración nazis. El cine tampoco volvió a ser el mismo después de Auschwitz. Nicolas Klotz, consciente del “pecado original del cine”, como lo llamó Godard, insiste en La question humaine en mostrar al mismo tiempo las heridas de las conciencias y del lenguaje cinematográfico.

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Simon, interpretado por Mathieu Amalric, es psicólogo en el departamento de Recursos Humanos de una multinacional alemana con sede en Francia. Simon evalúa, selecciona y trata de moldear a sus compañeros para aumentar su productividad. Además, disfruta del reconocimiento de sus superiores tras un exitoso despido masivo en la fábrica. Sin embargo, es precisamente a través del contacto con uno de sus jefes con lo que la percepción de su trabajo y de toda su vida comienza a alterarse.
Estamos por tanto ante una película que se debate entre el film de tesis y el drama existencial, que gana en tanto que se mantiene ambigua entre ambos y pierde cuando se decanta con claridad por uno de ellos. Si hay temas que no permiten el mínimo desequilibrio entre forma y fondo, éste es uno de ellos.

Ocurre que como ensayo, todo el peso de la película se sustenta en un relativismo muy discutible, en una ecuación simple y mentirosa como es la que iguala al neoliberalismo con el nacionalsocialismo. Y tanto que existe una conexión entre ambos, tan obvio como que los nazis no inventaron casi nada sino que aplicaron sistemas ya existentes a la destrucción de individuos. Es una conexión ya explorada sabiamente por otros como Roy Andersson en su excelente cortometraje World of glory, donde lo hacía precisamente sin renunciar a su papel de explorador de imágenes y sonidos. Pero llevar la comparación al extremo como hace esa especie de justiciero que aparece hacia el final encarnando a la Verdad absoluta, y con el cual el realizador no deja de identificarse durante todo el filme, no hace sino tratar de achatar la realidad y aligerar el peso del mayor interrogante del siglo XX, el que nace de las cenizas de Auschwitz.
Ocurre también que los restos literarios de la novela en que se inspira La question humaine son el eje narrativo sobre el que avanzan las pesquisas de Simon, y que son éstos los que están a punto de echar por tierra una gran película para convertirla en un Soldados de Salamina cualquiera.

Entonces, ¿Por qué estamos ante dos horas y media de visión obligada, ante una de las películas más turbadoras del cine europeo reciente? Pues precisamente por todo eso que queda entre el drama y el ensayo, que no es ni uno ni otro sino que son puro cine. Hablo de imágenes desgarradas que expresan todo el absurdo del mundo en que vivimos, que no dan respuestas. La question humaine perdura en la retina gracias a ellas. El malestar de una sociedad enferma se traduce en la disolución del relato, ingresamos así en el ámbito de la pesadilla. La violencia es ejercida en cada encuadre, en cada palabra y en cada silencio. El olor a muerte habita en los despachos y en los pasillos de las oficinas. El tiempo se detiene, es el tiempo de la mente atormentada de Simon.
Klotz hace un uso inteligente de la elipsis para desarmarnos aún más, y se alía con el sonido para aumentar el extrañamiento de Simon, que es el nuestro. El cante jondo de Miguel Poveda y el techno de la rave contribuyen por igual a dibujar este paisaje desolado de siniestras chimeneas.
Todo parece estúpido y doloroso en La question humaine. Poco a poco, el sonido se aleja de las imágenes, se reivindica a sí mismo hasta adueñarse de una pantalla en negro. Sobre ella, sobre lo irrepresentable, se repite una y otra vez una palabra: stücke (piezas), el más terrible de los eufemismos.

Daniel García