Sueño de una noche de invierno (Goran Paskaljevic, 2004)


Winston Churchill definió a la antigua Yugoslavia como una zona que generaba más historia de la que se podía consumir. Región eternamente agitada casi por imposición histórica, la producción cinematográfica en los Balcanes avanzó tímida, coaccionada por el régimen, ofreciendo una cara amable de la sociedad y tardando en tener un correlato con la realidad del país. Tito entendió el cine, como buen dictador que era, como un arma de propaganda valiosísimo. Y tras él, después de la proliferación de guerras étnicas acaecidas, fue surgiendo el inevitable monotema: la tragedia de la contienda y el desmembramiento del pueblo. Tema de raíces ancestrales, antes tan esquivo y actualmente tan prolífico… Hoy día, una enésima película sobre la tragedia balcánica tiende a ser vista como un episodio más dentro de un hipotético e interminable serial televisivo.

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Como país de extremos que es, las propuestas en torno al tema bélico podían adoptar las más dispares presentaciones: desde el exceso que nos ofrece el reluciente faro que domina Emir Kusturica, con la exacerbada fiesta continua que es su filmografía, hasta la introspección y austeridad que profesa el cine de Goran Paskaljevic. Ambos apuntan con una mirilla milimétrica hacia la guerra, pero desde atalayas totalmente distintas.
Paskaljevic filmó en Sueño de una noche de invierno (2004) la segunda parte de una trilogía (El polvorín y Optimistas son las restantes) que versa sobre las consecuencias de la guerra yugoslava. Inmiscuido en la vida política yugoslava durante años, Paskaljevic concibe su cine como una reflexión global de los hechos desde la individualidad de sus protagonistas, las pequeñas historias dentro de los grandes acontecimientos. En este caso se acerca a la historia reciente de su país sin hacer ningún apunte histórico, prefiriendo hacerlo desde la intrahistoria de tres personajes: un hombre que arrastra su pasado (el presente que muestra El polvorín) como una losa imperecedera, una mujer agitada por el crudo presente, y una chica autista, la más feliz de los tres al vivir en otra realidad.

El encuentro de estos tres personajes se presenta como un irreal paraíso que emerge bajo la nieve: la felicidad que intentan construir se desmorona al más mínimo atisbo por la innata tristeza que acarrea el pueblo yugoslavo. Partiendo de una estética austera, parca en sentimientos, dueña de silencios y de postales frías, la película evoluciona desde una puesta en escena ruda, muy tosca por momentos, hasta un final poético, cargado de una belleza desgarrada, sin esperanza. Como si la película hubiera ido cogiendo confianza a medida que avanza el relato. Y desde la sencillez del planteamiento narrativo, la reflexión final es clara: el único ser que puede vivir en aparente felicidad es aquel que está alejado de este mundo, la niña autista. Y es la única capaz de sobrevivir al final de esta historia. Una historia pesimista y cruda, como una bofetada una noche de invierno.

Aurelio Medina


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